Planeta olvidado

Una tarde quieta descubrí que mi planeta ya no existía, había sido tragado por las fauces del metaverso. Era el mayor de mis dominios, el más antiguo, y aún así no hice nada para salvarlo. Por un breve instante sentí saudade e incredulidad. Tecleaba «www.el-planeta.com» una y otra vez. Pero todo había terminado.

En vez del sitio web diseñado y codificado a pulso en 1999, donde en una época hubo decenas de artículos sobre el advenimiento de internet, ahora aparecía un cartel ofreciendo al mejor postor el nombre de dominio que había expirado… hacía meses. Fui víctima de cazadores de dominios caducados que buscan revenderlos, ojalá a los dueños anteriores, a precios elevados, llamados cybersquatters. Me pregunto: ¿Y las visitas que visitas que recibía cada mes? ¿y todos los links hacia el-planeta? ¿alguna vez fue real? ¿dónde se fue todo? Hasta Google lo borró.

Quizás hubiera podido desenterrar el sitio, o recuperar el nombre, pero de pronto apareció esa sensación de hartazgo de internet, de la hiperconectividad, de la intangibilidad, de la información. En vez de salvar el planeta, cancele la cuenta del servidor donde alojaba el sitio web y, modernamente, pensé: “lo pasado, pisado”.

La evaporación del sitio web provocó evocaciones de tiempos pretéritos, del sonido de las máquinas de escribir en las aulas de periodismo, de los teletipos en la agencia AP, del olor de la tinta en los talleres del diario. Y luego el vértigo: la aparición del primer Macintosh en la familia, los PC con memorias tan escualidas que ya fueron olvidadas, el WordPerfect, y mucho después el silbido de los módems, que a mediados de los 90 anunciaba el advenimiento de una nueva era.

Recuerdo que me precipité hacia internet un día de 1995, después de almuerzo. Encontré unos colegas al volver a la oficina de entonces, en Santiago, y la conversación terminó pariendo una revista llamada “Interra”, sobre cibercultura. Imprimimos 12 números. Al comienzo no sabía muy bien de qué se trataba la internet, y la cibercultura era una intuición. Pero a los pocos días, contratamos un módem y me dediqué a leer literatura ciberpunk y la revista Wired. Era el futuro, o se parecía.

Después de la revista, un portal, Ciudad Virtual, a comienzos de 1997. Y en 1999, durante un regreso a Caracas, un día de ocio en la oficina que ocupaba en la avenida Urdaneta, registré “el-planeta.com” y aparecieron los primeros artículos. Duró casi 10 años… un despropósito, entre otras cosas porque nunca estuvo claro cual era su propósito. Por épocas lo actualizaba furiosamente, luego lo dejaba dormido, el ritmo que tan familiar le resulta a legiones de blogueros.

Cuando niño quería ser arqueólogo, pero leía ciencia ficción. A mediados de los 90, aún imaginaba el futuro con insistencia, aunque al igual que esos escritores de ciencia ficción, estaba perdido.

Ahora, por impulso más que nada, tengo páginas en Facebook, Twitter, Bligoo, Flickr, Youtube, Linkedin, y tal vez alguno más que tampoco veo casi nunca, cuatro blogs, tres emails. No, cuatro, con el que acabo de adquirir en Lima, donde me agarra este abril. Y, por cierto, un avatar en el mundo recreado en Second Life, Luyscor, con cola de zorro. Me aburro profundamente de pasear por la realidad virtual. Después de muchos meses me conecté de nuevo a Second Life, actualicé el programa, y mi avatar apareció debajo del agua. Alguien había movido la tierra ficticia, o sus píxeles, o sus bytes. Empecé a caminar por el fondo del mar (creo) y salí a un lugar parecido a Isla de Pascua, lleno de Moais y puntos de encuentro virtuales. Había otro avatar por ahí y empezamos a conversar. Me invitó a una fiesta. No tocamos temas aburridos, como la edad o de qué sexo eres.

Después me apagué y no tengo muchas ganas de volver.

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